VII
Juicio y liberación
Los días previstos para la reparación de nuestro barco se convirtieron
en semanas, y estas, a su vez, en dos soleados
meses. Todo pasaba con mucha, mucha tranquilidad. El tiempo parecía
haberse detenido en aquel vergel tropical.
Las labores en el dique transcurrían, contagiadas por la filosofía
de vida de los lugareños, lentas, aunque sin pausa. El capitán
se pasaba la mayor parte del día controlando la reparación de la
nave y todos los componentes de la tripulación ayudábamos en
las faenas.
Aunque las obras iban por buen camino, en realidad el trabajo
terminaba al mediodía, porque el calor del verano hacía imposible
continuar. Luego, a media tarde, después de la siesta, seguían con
los quehaceres durante dos horas más o menos… Sin duda, las
prisas no las inventó el señor para los nativos de Dominica. Pero,
a pesar de todo, ya quedaba poco para terminar los trabajos. Enarbolar
los travesaños a los palos, apostar las velas y aparejos y
poco más.
Incluso el capitán parecía haberse contagiado por la filosofía de
vida de aquellos nativos.
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Dominica era una isla montañosa y arbolada, donde la actividad
volcánica había creado suelos muy fértiles, manantiales
de aguas termales, géiseres y hermosas playas de arena oscurecida.
Una bendición de la naturaleza. Era en esas horas, después de la
comida y mientras la mayoría de los nuestros y los nativos dormían
la siesta, cuando yo aprovechaba para conocer mejor la isla.
—Entre junio y septiembre son frecuentes los huracanes, que en
el mar se transforman en tormentas como la que sufristeis en el
barco. Pero los más devastadores son los tardíos, los de octubre.
Mi guía local, Victoria Mahaut, me contaba que su clima era
tropical, refrescado constantemente por los vientos alisios.
―La mayoría de la población es de origen africano. También
hay una pequeña comunidad de indios caribes en la costa oriental.
Nuestro comercio con las islas vecinas se basa en las bananas, el
cacao, la vainilla y la canela. Las mejores del mundo —apostilló
con orgullo.
—Si tú lo dices…
—Lo digo, lo digo. ¡Ah! ¡Y las bananas, plátanos, como tú los
llamas, son los más sabrosos del Caribe y del mundo!
Su sonrisa picarona delataba que le gustaba presumir de su tierra
ante «los europeos».
—¿Algo más que deba saber, «licenciadilla»?
—¡Sí!, además tenemos jade negro.
—¡Jade negro!, ¿no es una piedra preciosa?
—Sí. Por su pureza, el nuestro es único en el mundo. Únicamente
se encuentra aquí —su tono de voz, sin embargo, se volvió
triste.
—¡Vaya! ―exclamé.
—Bueno, su valor ahora es superior al oro. Idéntico al rubí y a
la esmeralda verde. Pero la realidad es que la riqueza se va a Europa.
Guardó unos segundos antes de contestarme y con la mirada
fija en mis ojos me explicó:
—Los repugnantes terratenientes locales lo venden a los banqueros
y joyeros holandeses. Y los dominicos lo consienten porque
a cambio reciben tesoros, les construyen iglesias y obtienen exclusivos
tratados de comercio.
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Al observarme la cara de asombro me argumentó:
—Juan, tú me cuentas que en tu país poseéis uno de los mayores
tesoros culturales del mundo.
—Así es. El s…
—El Siglo de Oro. Os dejó un legado cultural de incalculable
valor. ¡Esa es la verdadera riqueza de un pueblo! No sus ejércitos
o su oro. Yo creo que los escritores, los pintores, los artistas, incluso
los científicos han sido creados por Dios pera ser disfrutados
por todos. Sin embargo, las clases pudientes, con la jerarquía de la
iglesia a la cabeza, censuran lo que a ellos no les gusta, molesta o
simplemente no comprenden.
―Tienes razón, Victoria.
―La cultura es un arma poderosa y la conciencia del espíritu
está en los libros.
Aquella frase aún me viene a la memoria incontables veces.
—Desgraciadamente…, siempre ha sido así, niños —nos interrumpió
don Máximo, acercándose por detrás de nosotros.
—En el fondo es la lucha del bien y el mal, de la razón y la explicación
contra la irreflexión y el silencio. ¿De qué hablabais?
—Victoria me explicaba apasionadamente la situación por la que
atraviesa su pueblo —contesté mirándola con el rabillo del ojo.
—Al mismo tiempo… ¡Los dominicos de la isla tienen la culpa
de que os recibieran así!
―¿Los dominicos, dices? ―profirió don Máximo dando un
brinco desde la roca. Un poco más allá y cae por el precipicio.
—Sin duda. Vinieron hace unos años y sustituyeron a los padres
franciscanos. Abolieron muchas de nuestras fiestas y costumbres.
Se hicieron cargo, por orden del gobernador, de la enseñanza.
Y la religión empezó a dominar la vida cotidiana de la isla. A los
franciscanos les impidieron también dar misa fuera de su monasterio.
Su tono de voz denotaba un cierto aire de resentimiento. Seguramente
por eso nos recibieron tan distantes y fríos cuando llegamos
a la isla.
—Van a celebrar un juicio moral o algo parecido.
―¿Juicio moral, has dicho? ¿A quién, niña mía, a quién? ¡Dímelo!
—imploró don Máximo...
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(espero que os guste y gracias por parar a leer mis humildes letras...)